El niño que sonreía a los toros

Contracrónica de la primera de la feria de Córdoba.

Aquel niño no contestaba a sus mayores. Daba la callada por respuesta cuando los viejos amigos de la familia le hacían alguna pregunta de cortesía. Como si no existieran.

Sus padres pasaron del enfado a la preocupación. Ya no sólo era confundir la vergüenza infantil con la falta de educación, a lo mejor su hijo tenía un problema de comprensión/expresión.

El médico los tranquilizó. El niño no tenía nada malo, sencillamente no necesita hablar para expresarse. Los padres respiraron: la salud de un hijo es el tesoro más valioso de un matrimonio.

Aquel niño fue creciendo mientras modelaba intuitivamente barro húmedo entre sus manos. Necesitaba contar algo y no sabía cómo.

Los niños SÍ pertenecen a sus padres. Aquel chaval encontró por su casa viejas fotos de toros y toreros y quiso saber más. El contacto con el percal y la seda le abrió las páginas de un infinito libro en blanco.

Ayer, al verlo mecer el capote en su primer novillo, acompasando el tiempo al sentir de su alma, creí entenderlo. De inmaculado blanco y plata, el torerillo se expresó con el novillo con la misma facilidad que los demás tecleamos los aburridos ordenadores.

No sé si llegará lejos, el toro lo sabe, pero su cara en el albero me dice que le merece la pena intentarlo. Si, como ayer, todo sale bien, una sonrisa luminosa rompe su innata timidez para transformarlo en un ser distinto, único para él.

Sólo el toro le hace sonreír así, es como si sólo el toro lo hiciera feliz.

Amigo de sus amigos, una feliz muchacha lo sacaba ayer a hombros por la puerta grande de Los Califas al grito de ¡LOLO QUINTANA!

Entonces recordé que los grandes de esta profesión siempre han utilizado apelativos de la infancia o diminutivos de sus nombres como reflejo de un innato conocimiento que les hizo toreros antes que hombres.

Mientras me alejaba de la plaza de toros, el anochecer de Córdoba me invitó a soñar despierto ¿Y por qué no, Lolo Quintana?

Don Paco.

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